
Me impulsó a comprarlo una crítica hiperbólica aparecida en el suplemento “Babelia” de “El País”. Debería haber desconfiado: la firmaba una mujer. Y las mujeres no saben hacer crítica literaria. En cuanto un autor mete cuatro pinceladas de feminismo políticamente correcto y presta un detalle mínimo a la infancia, a los perritos y a las muñecas, las críticas literarias se derriten.
“Una novela negra grandota”, pensé frotándome las manos: “ideal para entretenerme este agosto”. Bueno, por poco más de lo que me costó podría haber pasado cinco días en Torremolinos a pensión completa y no habría regresado con una lesión de hombro producida por su lectura incomodísima. Cuando digo que pesa 6,300 kgs apenas exagero. Y además, con tapas duras. Hoy mismo lo he tirado a la basura, porque temía que venciera las baldas de mi librería. Y de novela negra nada: rosa, y de ese rosa infantil con el que se decoran las habitaciones de las niñas pequeñas.
La trama es banal. Los personajes, estereotipados. El enfoque, erróneo. La estructura, pobre. El desarrollo, torpe. Me da la impresión de que la señorita McDonald lo “redactó” empleando un dictáfono mientras conducía por las interminables carreteras canadienses, o mientras pedaleaba en la bicicleta estática de su gimnasio. Pero lo peor: desaprovecha una buena idea. Y se queda tan ancha, como si contara con que Atom Egoyan la adapte, mejore y desarrolle en la pantalla algún día de estos.
.
No hay comentarios:
Publicar un comentario