
Justo detrás de mí, sentados, dos mozos agradables que hablaban en susurros acerca de la degeneración social del mundo musulmán. Voces bonitas, bien articuladas; ideas sensatas expuestas con ajustada sencillez...
Camino de casa, decido tomar un último café y me detengo en un bar. No hago más que entrar cuando aparece un chico (no tanto: 35 años o así) vestido como Mister Talego 1.980, el pelo churretoso de gomina, agitando un llavero que puede pesar seis kilos, y consultando un móvil que parece el sueño de un makinavaja subsahariano aficionado al kitsch alemán de fantasía. Aunque hay sitios de sobra, deja el coche –a su imagen y semejanza- en segunda fila, de manera que otros clientes, al marcharse, tienen que volver sobre sus pasos para pedirle que lo retire. El tipo ese será lo que muchos denominan “buena gente” pero nadie empaquetado así y que grite como un monitor de natación de sordomudos puede contar con mis simpatías. Esfuerzos tuve que hacer para morderme la lengua y reservarme los muchos sarcasmos que se me iban ocurriendo.
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