lunes, 12 de noviembre de 2007

Villavesas

Los autobuses urbanos de Pamplona reciben la denominación popular de “villavesas” porque la primera línea que se estableció enlazaba el centro de la ciudad con Villava, aldea de los alrededores universalmente conocida por ser (o más bien haber sido) la patria chica de Miguel Indurain y por el fenómeno parapsicológico que consiste en perder el oremus y aparecer de repente en la Curva de Arre.

Siempre fueron autobuses entrañables: feos, destartalados, incómodos, lentos y contaminantes, que cumplían sobradamente su cometido cuando Pamplona apenas se desparramaba más allá del recinto de sus murallas. Sin embargo, les ha alcanzado el signo de los tiempos, y los responsables de transporte comarcal han acometido mejoras muy discutibles en su esfuerzo por ser el asombro del mundo (cita de Shakespeare que a los abertzales le jode profundamente y que los políticos forales interpretan siempre de manera catastrófica)

Los nuevos autobuses, articulados, son ENORMES y no están concebidos para las calles de nuestra ciudad, así que cuando giran muchas veces tienen que invadir los carriles aledaños (si existen). Para más inri tienen PREFERENCIA y ocasionan un desbarajuste del tráfico que ni hecho a medida. Así que abundan los frenazos y los acelerones, y cualquier pasajero lento de reflejos que no corra a un asiento libre o se aferre sin tardanza a una barra puede acabar en el Servicio de Urgencias o directamente en el depósito de cadáveres, lo que nos demuestra una vez más que el proceso darwiniano de la selección natural sigue plenamente vigente pues la ancianidad se queda en el intento. Por cierto, vale que no hay asientos para todo el mundo, y que algunos están dispuestos de tal manera que te puedes encontrar con la entrepierna de un pasajero a la altura de la visión (o de la deglución) cuando no con su trasero, y que por lo tanto tardan en ocuparse, pero los señores conductores y las señoras conductoras deberían saber que mientras su carga no esté convenientemente asentada no pueden reincoporarse al tráfico (o desentorpecerlo) y menos a las velocidades habituales.

La velocidad merece un comentario a parte: una vez me mareeé bajando a la Chantrea. Parecía que lleváramos a Lady Di de incógnito con el chofer de Dodi Al Fayed al volante.

La verdad es que soy especialmente sensible al tema del transporte urbano en común desde el año pasado en que por culpa de un huesito roto tuve que tomarlo en varias ocasiones, lo que me permitió llegar a varias conclusiones: que puedes morirte de asco antes de que una mujer de cualquier edad, raza o condición te ceda el sitio aunque subas envuelto en vendas y escayolas como una momia que se hubiera caído por las escaleras de un museo egipcio. Que los sudamericanos (blancos o de colores) prefieren la muerte antes que viajar de pie. Que nadie saluda al conductor, y que el por favor y el gracias están cayendo en desuso. Que no sé por qué, abundando escolares de 1,90 y 80 kilos que te pueden estampar contra la pared de un mochilazo, el rugby sigue siendo un deporte minoritario a este lado de los Pirineos.

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