jueves, 5 de julio de 2007

Otros jolgorios

Los sanfermines son absolutamente injustos con la gente de aquí, y sobretodo con la gente que vive en el centro de la ciudad o en sus aledaños. A mí me parecerían las mejores fiestas del mundo si se celebrasen en, pongamos por caso, Bilbao o Huesca. Vas, te desmadras y vuelves a la normalidad. O si se celebraran aquí pero la ciudad no quedara como si hubiese sufrido una invasión conjunta de vándalos y de hunos bajo el mando del general Guderian.

Realmente son las fiestas más democráticas y populares del mundo, y los pamploneses que se desplazan a otras fiestas de renombre con la esperanza de poder resarcirse, se llevan unos chascos que para qué.

Río de Janeiro: se imaginan a las mulatonas borrachas perdidas y bien palpables (como lo son aquí los mozos) con el copete de plumas y el tanga de lentejuelas descolocados, meando bajo las palmeras en amable competición y sin el menor recato. Pero resulta que las tías buenas son cuatro, van tan tapadas como es de esperar en un país de religión católica, participan en fiestas privadas, y a dos manzanas del sambódromo oficial –al que se accede pagando- no llega ni el ruido de la música.

Fallas de Valencia: esperan ver ninots ardiendo bajando por las cuestas de la ciudad en plan goitiberas, y la gente apartándose –borracha perdida- con gran riesgo físico para aquel que no lo consiga a tiempo. Pero resulta que la gracia de la fiesta consiste en recorrer la ciudad, nada monumental por cierto, a ver las fallas, que es como ir a ver escaparates de jugueterías con los niños ya crecidos, de punta en blanco y más sobrios que un ayatola.

Feria de Abril en Sevilla: las flamencas y los señoritos de a caballo, con un gracejo como el de los Morancos (pero en inteligible), y todo palmas y taconeos –borrachos perdidos-, cantando a grito pelao a las cinco de la madrugada y bien rebozados de vino fino para que ellas marquen su cuerpo de guitarra y ellos marquen lo que les apetezca (o puedan) marcar. Pero resulta que los señoritos son eso, señoritos y no se mezclan con el populacho, y las flamencas son unas pedorras y sólo marcan michelines, y el gracejo es una leyenda urbana, y los precios están por las nubes, y sólo puedes participar en la fiesta previa invitación –o soltando una pasta- y hace un calor horrible, como aquí, pero por las noches no refresca.

Carnaval de Venecia: la plaza de San Marcos hasta el culo de gente disfrazada achuchándose al ritmo de una sonata de Scarlatti interpretada por un combo de gitanos balcánicos a cien por hora, txoznas instaladas en los soportales del palacio de los duques y gente divertida tirándose en plancha a los canales. Pero resulta que toda la historia se celebra a puerta cerrada y que si no eres veneciano por los cuatro costados ni te miran, y que en realidad, el asunto de los disfraces lo inventó Federico Fellini. Y que si dejas caer un papel al suelo te clavan una multa alucinante.

Regresan a Pamplona y salvo que sean unos subnormales de esos autodenominados “castas” se ponen furiosos, muy furiosos o furibundos en función del grado de civismo que hayan apreciado en otras celebraciones populares de renombre universal.

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