martes, 28 de agosto de 2007

Bares, qué lugares.

Me piden que describa mi bar favorito.

Se llama “Dodo Club”.

Es un nombre absurdo. Posmoderno. Es un nombre abocado a la extinción y a la taxidermia. Además, es puteril. Algunos clientes potenciales entran pensando que se trata de una barra americana y les tiran los tejos a las camareras ucranianas, que los miran como si tuvieran la culpa de los cuarenta años de comunismo de su país.

Por fuera es un bar de copas tan sofisticado que necesitas haberte tomado un par de lingotazos para reunir valor antes de cruzar su umbral por vez primera. Hace que te sientas, ya desde lejos, totalmente fuera de lugar. Pero a mí me van los retos. Además, el pánico me hace seguir adelante. No soy valiente, es que el mundo me hizo así.

El Dodo Club ofrece una curiosa mezcla de sofisticación y rusticidad. Lámparas de cristal de Murano y alfombrillas de esparto de Sesma. Te sirven el Vega Sicilia en un zueco. Tiene la mejor música de una ciudad donde la música no es más que una excusa para no tener que hablar con tus compañeros de copas. A veces, en directo (electrónica, dudo que cupiese una batería sobre el escenario).

Pero lo mejor es su café. Por un precio delictivo, te sirven un café que volvería locas a las señoras bien que atestan las cafeterías cercanas, si tuvieran valor para entrar. Claro que para amortizarlo conviene llevarse una novela bajo el brazo y pasar un par de horas (mejor tres) debajo de alguno de los focos que iluminan (es un decir) las mesas. Estas mesas me gustan mucho: de madera de algun árbol tropical seguramente extinguido, enormes, pesadísimas. Los asientos son bancos corridos, de la misma naturaleza muerta, que también pesan un huevo y que permiten rozar lateralmente a tu compañero de mantel. Porque ahí se come. Poco, pero se come.

Hay un comedor interior, más (iba a decir íntimo, pero no) discreto, con mesitas de a dos. El Dodo Club es ideal para quien desee mantener la silueta, pero desolador para quien entienda por gastronomía un cadáver de cerdo en un lecho de alubias. El comedor interior no tiene intimidad alguna: demasiadas mesas y demasiado juntas unas de otras; además no disponen de espacio suficiente para la cantidad de platotes, cubiertazos y copones que requiere degustar una codorniz viuda al vapor.

No puedes decir nada personal así que la gente habla poco (ideal para matrimonios) y se entretiene moviendo los cacharros de sitio como jugando al ajedrez, en un desesperado intento por ganar unos milímetros de espacio donde apoyar los antebrazos, mirando alrededor (seguro que algunas personas se han dado cita visual en el baño, a los postres) o, y esto es lo mejor, observando el trabajo de los cocineros. Porque la pared que separa el comedor de la cocina es traslúcida, es una mampara de vidrio. Fenomenal si no tienes conversación o si eres un neurótico.

El Dodo Club ha decaído un poco. No hay suficientes snobs en una ciudad tan pequeña para sacar adelante un negocio de precios escandalosos donde aún puedes dar gracias de que no te abofeteen cuando pides una caña por caridad. El Dodo Club ha prescindido de las camareras búlgaras y rusas de ojos fríos y corazón helado que te servían como si te hicieran el favor porque les dieras penas, y ha contratado a camareras caribeñas y del altiplano andino que no te sirven porque están enfrascadas escribiendo epístolas con los dedos índices en un teclado oculto bajo el mostrador.

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