lunes, 14 de enero de 2008

Gimnasia rítmica

La retransmisiones de gimnasia rítmica por televisión son una trampa mortal. Lees en la programación buscando desesperado algo interesante: “Fútbol: amistoso Bolivia-Mongolia” o “Campeonatos del Mundo de Gimnasia Rítmica desde Brest-Litovsk” y reprimiendo una arcada te preguntas quién demonios querrá ver esas mierdas. Luego te enteras de que el Bolivia-Mongolia ha obtenido una cuota de pantalla del 73,5% y al pasar frente a la tele encendida te detienes un instante para leer el teletexto y ver si por fin ha muerto Aquilino Polaino y te zampas tres horas y media de retransmisión de gimnasia rítmica sin parpadear.

Un deporte francamente mariquita practicado por unas muertas de hambre embalsamadas por Paco Clavel, con el moño tan apretado que algunas no pueden ni cerrar los labios y sonríen más por pánico que por simpatía. Crías que para celebrar la Navidad se toman medio mazapán de soto que no digieren porque sus estómagos no están hechos a tales excesos y acaban en Urgencias con una sonda gástrica. Anoréxicas terminales, mantenidas artificialmente por un grupo de entomólogos, dietistas y taxidermistas con licencias expedidas en universidades de países donde las gallinas picotean en las pistas de aterrizaje de los aeropuertos. Niñatas enfemizas que podrían contraer una tuberculosis por el silbido del albañil de una obra, y que representan el Ideal de Perfección Física para millares de entrenadoras que usan la talla 68.

Reconozco que si las evoluciones fueran a palo seco el atractivo de la gimnasia rítmica caería en picado. Es curioso: les pones música a dos boxeadores hostiándose y pasa exactamente lo mismo. Me siento ante la tele y me horrorizo de la música elegida por las selecciones nacionales. Antes solía ser en vivo: un pianista borrachín que después de haber tocado boleros en una casa de putas ya no podía caer más bajo. Al menos, tenía la gracia de la genuino y de lo oportuno. Interpretaba con alcohólica falta de destreza “La danza macabra” o “Cómeme el coco, negro”. A veces te sorprendían las soviéticas con una koljosiana desdentada aporreando un pandero, o las indonesias con un gamelán completo. Ahora todo es lata a base de sintetizador como de baile de asociación de jubilados. Me siento en el borde del sofá y pienso: “Tiene que haber alguien más original. Las checas. O las filipinas”. Hago mis cálculos y supongo que después de Eslovenia, de Montenegro y de Schleswig-Holstein le tocará el turno España y decido aguantar. Y resulta que es penúltima en salir, y que en esta edición de los campeonatos del mundo participan países deconocidos para la ciencia.

Sé que la música será invariablemente el pasodoble más casposo del repertorio del maestro más festivalero o la última canción de éxito en la gasolinera donde repostan las Azúcar Moreno. ¿Por qué, Oh Señor, las rusas escogen frecuentemente melodías españolas y las españolas nunca escogen melodías rusas? ¿Por qué el sexteto de mazas y cintas sueco puede evolucionar con el “María” de West Side Story sin que al rey Gustavo Adolfo se le mueva el peluquín? ¿Por qué si las españolas escogieran un aria de “Carmen” de Bizet habría crisis de gobierno y adelanto de las elecciones?

Yo con la coreografía y la habilidad técnica en el manejo de los aparatos no me meto. Cada cuala es libre de ponerse cachonda con lo que le dé la gana.

Las españolas suelen bordar su actuación aunque parezcan hallarse en ese estado de mejoría transitoria inmediatamente anterior a la muerte. Me tapo los oídos mientras retumba “El relicario” o “Me colé en una fiesta” y presto atención cuando la cámara enfoca a las entrenadoras del equipo nacional, búlgaras nacionalizadas que parecen limpiadoras de una casa de masajes de los Cárpatos, y ayudantes de Calahorra o de Colmenar Viejo que no defecan desde 2.004, y siento simpatía por las seis chicas, que acaban rendidas pero sonrientes, con manchas de pis en la entrepierna y la visión nublada y me digo (porque a esas alturas ya soy un experto y percibo hasta los movimientos desacompasados de las aletas de la nariz): “9,90 fijo”. Pero no contaba con la perfidia de las jueces internacionales, esas mujeres demasiado empolvadas, cubiertas con abrigos de martas cibelinas aunque el campeonato se celebre en Cabo Verde, que parecen directoras de un orfanato irlandés y que sienten nostalgia de los privilegios de la Nomenklatura moscovita.

Las españolas sacan un 8,75, quedando cuartas por dos décimas, y aunque no soy patriota tomo nota para no comprar jamás de los jamases ningún producto fabricado o cultivado entre el Vístula y el Volga. Luego me consuelo al observar que países como Gran Bretaña, Francia o Alemania se codean con la Argentina o con Camerún en los últimos puestos. Y reflexionando llego a la conclusión de que la culpa la tiene el analfabetismo de los comentaristas de televisión por su manía de emplear el término “Gran Armada”, que arrastra un tabú absoluto desde Rocroi y que explica todos los fracasos de los equipos deportivos y de los ejércitos españoles.

Sigo mirando. Las oportunidades de revancha recaen sobre los escuálidos hombros de Popotitos Delgado, gimnasta del club Giacometti de las islas Canarias, que se ha clasificado para la final de Cinta y Cubo de Rubik por un descuido de la juez tártara, pero es casi imposible que pueda con los prejuicios a favor del Bloque del Este (y de las chinas) e indefectiblemente pierde ante Irina Lechuguina, bielorusa y ante Marcelina Panivina, moldava, que son patosas y no se depilan pero están aún más flacas, y se ve obligada a compartir el tercer puesto con Pravda Mostrenko, de 37 años, cuyo padre controla el tráfico ilegal de Biomanán en Ucrania.

Me levanto del sofá sintiéndome miserable y a no ser que llame a Telepizza me acuesto sin cenar porque es ya demasiado tarde. Y entonces me apiado de las chicas porque el día de mañana, cuando vayan a solicitar trabajo como friegaplatos en un Macdonalds les preguntarán “¿Qué has hecho ultimamente?" y ellas tendrán que responder “Tirar pelotas a lo alto” y les mirarán con desdén. Pero si fueran chicos y respondieran lo mismo despertarían simpatías. Maldito futbol.

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